Fuente: Alberto Montero Soler
http://www.eldiario.es/zonacritica/Austeridad-Juegos-Olimpicos_6_172592753.html
Que un país como
esta España aspire a unos Juegos Olímpicos, evento en el que se encarnan
valores antitéticos a los que dominan las noticias de corrupción y
podredumbre política de nuestro día a día, suena a broma de mal gusto.
Pero,
más allá de que para justificar el rechazo a la celebración de los
Juegos Olímpicos en Madrid bastaría con remitirse a esa cuestión ética
esencial, hay otros argumentos que tampoco se pueden dejar de lado si se
trata de oponerse a la celebración de los mismos en la capital del
reino.
Y es que también suena a una broma de muy mal gusto que se
pretenda convertir la austeridad en un valor para promocionar los
Juegos Olímpicos (los “Juegos de la austeridad”, los llaman algunos
tratando de alejar de la vista de la ciudadanía su coste real en estos
tiempos de penuria) cuando quienes están padeciendo dicha austeridad son
víctimas de recortes continuados que se aplican bajo esa etiqueta y con
la excusa de la inexistencia de recursos públicos para atender sus
necesidades.
Habría que recordar aquí que si algo define a la
economía en su versión más convencional y neoclásica, la que seguro que
asumen quienes defienden este proyecto de empobrecimiento colectivo en
el que estamos insertos, es su condición de ciencia de la elección. Eso
significa que la economía, así entendida, se encarga de proporcionar
instrumentos para elegir cuando hay que tomar una decisión sobre
recursos escasos susceptibles de usos alternativos. Los criterios para
esa toma de decisiones pueden ser muy diversos y es ahí donde, al
sacralizar criterios técnicos como la eficiencia o la competitividad
sobre valores universales como la solidaridad, se imponen visiones
eficientistas o competitivas de la economía frente a otras centradas en
el ser humano y sus necesidades.
Pues bien, para justificar
estos Juegos Olímpicos se está haciendo abstracción interesada hasta de
los criterios económicos más básicos, los mismos que resultan tan
queridos cuando se trata de justificar recortes. Y así nos encontramos
con que sus promotores se están amparando en la supuesta existencia de
beneficios futuros tan generales como inciertos para los que se está
dispuesto a sacrificar recursos presentes necesarios para atender las
necesidades básicas de una población a la que, al mismo tiempo, que se
la desposee de atención se le exige cínicamente que haga gala de su
“espíritu” de sacrificio.
Y hablamos de beneficios futuros
inciertos porque, frente a las declaraciones previas acerca de los
incuestionables beneficios que se derivan de la celebración de este tipo
de eventos, la literatura económica al respecto, centrada en la
evaluación del impacto que los mismos acaban teniendo sobre la economía
del país, la región o la ciudad en la que se celebran nos muestra que
dichos beneficios no acaban finalmente siendo tales. La razón es que se
tiende a sobreestimar los beneficios y a minimizar los costes, es decir,
se tiende a engañar a la población haciéndoles creer que se puede tener
a la vez pan blando y circo olímpico a coste cero o, incluso, con
beneficios.
Basta con remontarse a la reciente catástrofe
económica que supusieron los Juegos Olímpicos para la ciudadanía griega,
cuyo coste superó los 9.000 millones de euros, para tener una
referencia inmediata de lo que puede ocurrir en Madrid.
Pero,
claro, como en los tiempos que corren nadie quiere compararse con
Grecia, hay que ampliar la mirada y para ello hay diversos estudios que
analizan con técnicas de coste-beneficio a posteriori los impactos que
han tenido este tipo de acontecimientos.
Lo que nos muestran esos
estudios es que, por ejemplo, la realización de unos Juegos Olímpicos
constituye el megaproyecto en el que el sobrecoste sobre el presupuesto
inicial es mayor o, lo que es lo mismo, en los que en mayor medida se
engaña a la ciudadanía acerca de los recursos que hay que comprometer
para poder realizarlos.
Así, según han calculado Flyveberg y Stewart (2012),
el sobrecoste en términos reales por término medio de organizar unos
Juegos Olímpicos ha sido de un 179% y de un 324% si hablamos en términos
nominales. Es decir, si hay algo que puede sacarse en claro del
análisis de los costes implicados en unos Juegos Olímpicos es que
tienden a ser sistemáticamente infravalorados por sus promotores.
Algunos ejemplos sirven para demostrarlo: según Pasqual et al (2012),
el presupuesto inicial de los Juegos de Londres de 2012 se multiplicó
por más de 4; el de los Juegos de Invierno 2014 en Sochi (Rusia) ya se
ha multiplicado por más de 3 y, para tener una referencia propia, el
sobrecoste de Barcelona 1992 fue de un 417%.
Y, por otro lado,
más allá de los efectos expansivos inmediatos derivados de la
construcción de las infraestructuras de diversa naturaleza necesarias
para la celebración del acontecimiento, lo que también muestra el
análisis empírico de evaluación del impacto de unos Juegos Olímpicos es
que, en la mayor parte de los casos, no hay ninguna repercusión positiva
en términos de creación de empleo una vez celebrados los Juegos (Billings y Holladay, 2010).
La
conclusión económica es, por tanto, muy clara: nos encontramos ante un
tipo de acontecimiento en el que, más allá de lo que anuncian sus
promotores políticos, sólo hay certeza previa de sus costes y de la
infravaloración generalizada de los mismos pero no de sus beneficios.
Sobre estos últimos sólo puede constatarse la existencia de afirmaciones
cabalísticas acerca del número de empleos que se generarán, sobre los
difusos impactos en términos de afluencia de público o de incremento del
flujo de turistas de ahí en adelante. Nada concreto y todo vaporoso.
Sorprende,
por tanto, que la misma exigencia de rigor y filosofía actuarial con la
que se justifican los recortes sociales no se aplique a la toma de
decisiones de una actividad que, nuevamente, volveremos a pagar entre
todos, sea cual sea su balance final. Y, por si sirve de algo, me
permito recordarles, queridos lectores, que tampoco el rescate de la
banca nos iba a costar un euro. Ya van por más de 60 mil millones. A ver
si cada medalla olímpica nos sale al mismo precio.
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